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Escritor Argentino

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Notas de Joe Turner

Estambul 1

Alí es casi un sosias de Robert de Niro, esa fue mi primera impresión; pero no se lo dije ese miércoles 3 de febrero cuando nos conocimos, luego de nuestro primer desayuno en el hotel, sino el viernes. Tuve mis razones: no teníamos ningún tipo de confianza y quería confirmar esa primera impresión acerca del parecido; por eso esperé escrutarlo bien con disimulo. Pero ser disimulado para mirar no es mi fuerte, Beatriz me hace notar que soy absolutamente descarado -"descarado no, ojo de fotógrafo o de escritor, que es lo mismo", le digo, "nyet", responde la bella, "descarado fisgón"-. Decía que ser disimulado para mirar a quien o a quienes, me llaman la atención no es mi fuerte, y ahora, con Robert Alí de Niro, debía ser doblemente cuidadoso, primer viaje a Turquía y no conocíamos las costumbres ¿cómo podría tomar mi actitud de fisgón? Por eso, luego de dos días de ojearlo -cuidando de no aojarlo- desde distintos ángulos y escorzos estaba totalmente convencido, no solo en los rasgos sino en los gestos: Alí no es "casi", es "el" sosías de Robert de Niro. Es más, ahora que escribo estas líneas diría que Robert de Niro es Alí. El viernes, ya estaba roto el hielo y Robert había resultado un conserje fino y observador; cuando vio que no estábamos interesados en hacer compras y sabíamos lo que queríamos ver y adonde ir, nos reveló algunos lugares, cortadas y pequeños recovecos en las proximidades que nos podían interesar. "Oui, oui pas d'achats", decía saltando del inglés al francés cuando nos marcaba en el plano de la ciudad puntos y rincones que no podíamos pasar por alto. No más romper el hielo, nuestro concierge resultó tan irónico como su doble -idéntica risa leve y franca, arrugando el entrecejo y la comisura de los labios- y viernes 5, él mismo me dio letra cuando le pedí instrucciones para llegar a la minúscula iglesia de San Salvador en Chora, que si bien nos interesaba, y mucho, sabíamos que no era un recorrido fundamental para los primeros días de visita. Reconoció que ignoraba su existencia, consultó por internet, imprimió un plano, nos indicó donde quedaba en el mapa de la ciudad y abrochó a un mapa su impreso. Se ofreció a conseguirnos un taxi y pedirle un presupuesto para llevarnos, esperarnos y traernos de vuelta al hotel. Le dije que preferíamos ir en un transporte público: ¿are you sure?, y esbozó la sonrisa de su sosías, le dije que sí, Alí de Niro volvió a su risa leve y franca, nos indicó donde quedaba la terminal de ómnibus de Eminonu, cuáles nos llevaban y también que era tarifa única. Recién entonces le comenté del parecido: Not bad, he's a number one, fue su respuesta. Los hechos le dieron en parte la razón, porque la ida a San Salvador en Chora no fue problema; el problema fue el regreso. Nos perdimos, pero esto fue recién el domingo 7, cuando fuimos y cuando ya estábamos experimentados en perdernos en Estambul.

Porque la primera vez que nos perdimos, y mal, al borde de una angustia estimulante pero no por eso menos angustiosa, fue el mismo miércoles al atardecer, luego de haber conocido a nuestro Alí de Niro. Pero voy en orden: es difícil que olvidemos la primera visión de la ciudad, ese miércoles 3, la vista panorámica desde el comedor del hotel, en el último piso, en el que fue nuestro primer desayuno turco. A nuestros pies, los barrios de Sirkeci y Eminonu, al fondo el Cuerno de Oro; al fondo a la derecha, el Bósforo y más allá, borrado en el horizonte como un espejismo, intuí el mar Negro; al fondo a la izquierda, más allá del Cuerno de Oro, Benyoglu, Pera y la Torre Gálata. Una enorme puerta corrediza separa el comedor de la terraza, refugio de fumadores y llena de gaviotas; un par de pedigüeñas asiduas, golpean el vidrio con el pico reclamando un trozo de comida. Fue la primera sesión de 19 fotos, panorámicas de la ciudad - editadas, Lightroom mediante, quedarían 8-. Luego del nuestro primer desayuno turco le dejamos las llaves a Alí y él nos ayudó a ubicarnos en el mapa en el barrio donde estábamos; de inmediato el primer dato geográfico y demanda logística, dónde podía comprar una botella de vino para la bella y una de raki para mí.

Guardadas las botellas en el cuarto, empezamos el primer recorrido previsto, una pasada para ver las distancias reales de caminata o tranvía -los mapas suelen ser arteros- para marcar los horarios de visita a Topkapi, la Mezquita Azul y la iglesia de Santa Sofía. Noto que el camino que seguimos es el mismo del trazado -ida y vuelta- de una línea de tranvías. Con los cronogramas de visitas ajustados para el miércoles continuamos con el plan que ya habíamos armado en casa antes de partir; la cola para entrar a la Cisterna Basílica nos hace posponer ver las dos columnas con la cabeza de Gárgola invertidas de base. Seguimos hasta el Gran Bazar y, luego de recorrerlo resolvimos salir por el lado opuesto de donde entramos y de allí volver. Para nuestra sorpresa vemos que estamos a la vista de la mezquita Azul, "nos perdimos en el Gran Bazar", y apuntamos a la Mezquita Azul porque de allí ya sabíamos como regresar al hotel. Nos perdemos y resolvemos preguntar en un negocio, sabemos que el inglés y el francés ayudan cuando uno no habla turco. No english turkish or russian, suena en nuestros oídos como el canto del almuédano, vueltas, vueltas, vueltas y vueltas y llegamos a la mezquita, pero no era la Azul, era la Sülemayniye. Escribo estas líneas y ahora sé que deberíamos haber contado los minaretes, la Azul tiene seis y la Sülemayniye cuatro, claro ahora es fácil. Desde las alturas, en el medio de la angustia creciente tengo el tino de tomar, desde la terraza del patio un par de vistas panorámicas del Cuerno de Oro. Porque, como la vista del mar a los espartanos de Jenofonte, el Cuerno de Oro nos tranquiliza, llegando a su ribera encontramos el camino del hotel. Fácil pensarlo, difícil hacerlo, solo hablan turco, la gente y los policías, ahora la angustia es impotencia. Entienden adonde queremos ir cuando mostramos el mapa pero no entendemos sus explicaciones y ellos entienden que no nos podemos comunicar; con mutuos gestos de impotencia, encogiéndonos de hombros, nos despedimos luego de cada consulta infructuosa. Recordé a los 10.000 de la Anábasis y el grito que Jenofonte escucha cuando la avanzada baja del otro lado de una colina y ve el mar y los gritos de júbilo que resuenan hasta hoy. Un recuerdo lleva al otro, ¡las vías del tranvía! Mapa en mano, la pregunta cambia "¿tranway please", "¿tranvai?", "evet", una de las pocas palabras que sabíamos en turco y afirmábamos con la cabeza. Como Judá León que era rabino en Praga, tranvai, fue el Nombre que es la Clave. Ya en las vías, la segunda palabra, ¿Topkapi? Quince cuadras después estábamos en el cuarto del hotel.

La botella magnum de raki duró justo seis días -un invento mío sin patentar, mezclado con agua caliente como un grog y acompañado de confituras turcas vale por un cuento de Scherezade-. La botella de vino nos acompañó sin abrir dos semanas más.